Es
domingo y se ha levantado cansado, abatido, sin ganas siquiera de
levantar la persiana que le permita ver lo que ocurre ahí fuera. Conoce
de sobra cómo brilla el sol, y aborrece el baile de las hojas agitadas
por el viento. Los últimos meses los ha pasado haciéndose preguntas,
esperando la inequívoca llegada de momentos que durante largos años
había deseado con fuerza. Ahora que podía disfrutarlos temía haberlos
idealizado.
Desde niño confió en la pureza de las personas. Nunca le costó rodearse de gente que le hiciera sentirse querido. El camino se volvía liso a su paso y si encontraba alguna piedra, no le faltaban las manos que lo impulsaran, que le pintaran alas en la espalda y lo hicieran levantar el vuelo y salir bienaventurado, intacto. Convivió con innumerables situaciones y del aprendizaje hizo su bandera, creando una espada de sonrisas con la que ahuyentar los miedos.
Ahora su mirada era diferente. Esta vez en sus ojos se leía desconcierto. De repente, el proceso de aprendizaje había terminado, estaba desaprendiendo. Se enfrentaba a un continuo retroceso que le mostraba, a golpe de martillo, que estaba equivocado.
Las lecciones no eran permanentes, caducaban con cada año que pasaba, con cada experiencia vivida. Las personas mayores no dicen la verdad, no piden lo que de verdad anhelan, ni abrazan con la eternidad con la que lo hacen los niños.
Todo se vuelve pasajero y fugaz y la magia se deja empañar por temores que aprietan y paralizan. El altruismo es obstaculizado de golpe por intereses propios y las ganas de hablar son amordazadas por un escepticismo cada vez más latente.
No hace mucho tiempo que ha visto cumplir su deseo y afronta cada reto con avidez y apetencia. Ahora que ha conseguido su sueño se pregunta si el camino a la felicidad culmina en alguna parte. Si podrá llegar algún día o si el absurdo colectivo, en su empeño destructivo, nos convierte en eternos anhelantes para no lograr jamás el final del camino. Para no subir al pódium, para no alcanzar la meta.
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